Cuando un pueblo se queda sin panadería, sus habitantes sienten más próximo el fantasma de la despoblación: las oportunidades de mantener la comunidad disminuyen. En Jarafuel ya había cerrado el último horno cuando Andrea García, llena de fuerza e ilusión y con ganas de apostar por el mundo rural, decidió abrir allí su propia tahona. Ella, que pertenece a la llamada generación de la doble crisis, supo que desde allí podía comenzar su propia historia.
Desde la terraza que hay junto a su establecimiento y mientras toma un refresco, Andrea saluda por su nombre y con familiaridad a las personas que entran y salen de la tienda y a las que pasan por la calle. Conoce a cada una de ellas, como es habitual en un pueblo que no llega a los 800 habitantes: sabe sus nombres, sus actividades o los lazos familiares que hay entre unas y otras. Y es que Andrea es ahora parte del vecindario. Viéndola en este entorno, nadie diría que ella no es de este pueblo y que, en realidad, solo hace cuatro años que se instaló en Jarafuel procedente de la vecina localidad de Ayora. Es cierto que a los dos pueblos les separan solo unos pocos kilómetros, pero también es verdad que no han tenido tradicionalmente mucha relación comercial o de dependencia administrativa, por lo que la relación entre los vecinos de ambas localidades no es muy estrecha. Pero a ella no le importó.
Parte de la comunidad local y de sus tradiciones
Es más: Andrea no es solo que esté plenamente integrada, sino que se ha convertido en un elemento clave para salvar algunos sabores tradicionales de Jarafuel. Y es que ella elabora en su horno pan y pastelería–magdalenas, cruasanes, empanadillas– pero también ha incluido en su catálogo los dulces tradicionales de Jarafuel: los grullos y las toñas. Para ella eran desconocidos, y fueron las mujeres mayores de la localidad las que le dieron la receta y le enseñaron a hacerlos. El éxito fue instantáneo. Tanto, que cada temporada hace un buen puñado de envíos a Madrid o Barcelona. Y así, las familias que quedan en Jarafuel y las que emigraron se sienten unidas por el sabor del pueblo. Es el poder de la nostalgia.
Aunque no es solo la nostalgia. Las familias que viven en Jarafuel, los bares de la localidad y los turistas de interior que visitan la comarca cada fin de semana pueden contar con pan todos los días, salvo los lunes que es cuando cierra La Tahona por descanso. Y aún podría trabajar más, sirviendo pan a bares y restaurantes de la comarca, pero eso le exigiría más inversiones (una furgoneta, una persona más) y, de momento, su obsesión es poder pagar el crédito con el que comenzó esta aventura. Prefiere ir paso a paso porque su lanzamiento aún está muy reciente.
Comenzar desde cero
Las ideas que rondaban su cabeza se concretaron cuando Andrea se enteró de que Jarafuel llevaba un tiempo sin horno propio: supo que esa era su oportunidad. Así que, con la inexperiencia de sus 23 años, pero con una decisión y unas ganas que no dejaban lugar a dudas, le pidió a su padre que la acompañara y se plantó en casa del alcalde para que le explicara qué trámites municipales debía cumplir y por dónde debía comenzar su proyecto empresarial. Pronto tuvo claro todo el diseño del proyecto: había que firmar créditos, alquilar y reformar un local, comprar maquinaria, completar muchos trámites administrativos para que el municipio, sanidad o hacienda le dieran el visto bueno y tener una vivienda en la que instalarse. Hay que dar muchos pasos antes de iniciar desde cero un negocio, por modesto que sea. Sobre todo, si hablamos de alimentación.
A Andrea García no le importó. Era su sueño desde pequeñita: tener su propio negocio. Por eso estudió económicas. Pero estaba terminando sus estudios universitarios cuando la crisis de 2008 cayó sobre nuestra economía como un mazazo, destrozando buena parte del tejido empresarial nacional y, de paso, las esperanzas de toda una generación. Ella echó un vistazo a lo que el entorno inmediato le podía ofrecer y supo que no encontraría trabajo por cuenta ajena. Por eso dio un volantazo a su vida: dejó sin completar la carrera universitaria y se lanzó a estudiar un ciclo de FP de panadería y pastelería. ¿Por alguna razón especial? “yo tengo un tío con una panadería en Ayora y, desde casi siempre, me iba a ayudarle durante el fin de semana y aquello me gustaba”. Pensó, además, que era una interesante opción de futuro.
Terminado su ciclo formativo estuvo trabajando varios meses en un horno. Las condiciones eran muy malas y el trabajo le obligaba a hacer muchos kilómetros cada día, pero quería ver cómo era el mundo real de un establecimiento, lo que no se ve en los libros. El aprendizaje fue grande y, finalmente, se decidió a emprender.
Todo el poder y el riesgo en sus manos
Las cosas han salido mejor de lo que imaginaba y el establecimiento está funcionando bien desde el primer día que abrió. Por eso, el año pasado mejoró algunos detalles en el obrador, para lo que contó con algunas ayudas LEADER gestionadas por RURABLE.
Sí, es duro levantarse de madrugada para tener pan listo a primera hora, pero es la vida de quienes eligieron ese oficio: ella, que es la dueña y el motor de este establecimiento, y su pareja, el panadero del equipo. Ambos están bien integrados en el pueblo y llevan una buena vida: un piso grande y toda la tranquilidad que desean. Aunque a Andrea aún hay algo que le preocupa: necesita devolver cuanto antes el crédito con el que comenzó su negocio. Seguro que en la cabeza de esta mujer inquieta ya se están dibujando nuevos proyectos.